19 de diciembre de 2016

Rosario

Si alguna vez se me hubiese dado la posibilidad de imaginar su ausencia, jamás se me hubiese ocurrido que un primer sol de diciembre no fuera capaz de detener esa fuerza que estaba haciendo desvanecer la marcha imparable de los carruajes de su corazón y haya transformado el dolor de su cuerpo en la calma de sus párpados, en la puñalada del silencio cuando me acerqué a su rostro y se esfumó su respiración en un canto de ave, en la luz del alba.
Cada día que pasó fue aprender a vivir de nuevo. Fue convertir el presente con fundamentos que dejó su alma, con enseñanzas en carne viva, de los tropiezos, de los por qué, de las cosas bellas o las que no pude preguntarle.
Cada diciembre lo empecé recordando aquel comienzo de la ausencia, aquel no saber sostener la mirada, aquella imposibilidad de tragar saliva, aquel golpe seco a nuestras vidas.
Ya son once, once años que convivo con lo que aprendí de su presencia, once años en los que me reinventé para poder vivir y convivir; convivir con la idea de que mi madre fue esa mujer llamada Rosario y también el ángel que protege mi alma.
Ceci
30/nov/2015

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