21 de mayo de 2010

Cítrico.

Comenzó aquella mañana de nubes y humedad. Aunque se pronosticaba, aun no llovía. Entre sueños borrascosos, ya veía venir a la mañana o a la lluvia.

Iba a ser la mañana más triste de mi vida. Doblemente triste. Pero, sin embargo, llegaste a casa.

El ómnibus partía a las dos horas pasadas del mediodía, sin embargo nos quedamos en eternos instantes de mañana, con el pretexto de embellecer las últimas horas, diciéndonos en cada mirada cuán lindos fueron estos años.

Sabía que el tiempo se nos detendría allí. Rozaba la víspera de tu partida y se estremecía un dolor en mi alma. Doblemente. Pero decidiste quedarte en casa y agradecer los instantes con más instantes, con tu voz callada, silenciosa y conmigo.

Recordamos nuestros años vividos con abrazos tímidos; tu piel, esa inmensa eternidad de aroma a cítricos y agua termal.

Quisiste quedarte en casa, en busca de un silencio que te daría refugio. Lo encontraste deshaciéndote de tus tantos relojes, esos que abundaron alguna vez, variados, antiguos, desordenados arriba de la mesa de pino.

Te amé con locura. Aquella mañana o toda la vida, no lo sé. La locura que me hizo alguna vez gritar, y hoy me hace sostener tu recuerdo por lo bajo, como un tímido sonido de teclas silenciosas, pero en lo alto de saber que, sumergida a tus fragancias cítricas, aguas termales e instantes que decían resumirse en una mañana embebida en hermosos aires, recordé que decidiste mirar conmigo las horas más felices de mi vida. En casa.

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Y no quise despertar, preferí no sostenerle la mirada al tiempo y así esquivar la llegada de aquella despedida. Porque aquel manantial, aquellas horas ya despintadas sobre la mesa, aquellos nomeolvides de tu piel, fueron el canto, fueron la vida que dejaste aquí; un cítrico, un ámbar, el más rico fruto de tus años vividos en Buenos Aires.



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mayo 2010

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