
No sabíamos ni hablar
y sin embargo, nos tomamos de la mano.
Aprendimos a llorar, a hablar, correr y jugar;
sobretodo a hacer tan nuestras
aquellas aventuras.
No teníamos ni teléfono,
y sin embargo, nunca nos perdimos.
Volvíamos con la caída del sol:
luz de colores de nuestras vidas;
meriendas y tostadas saboreadas
con sonrisas agitadas de tanto andar.
Hacíamos de una higuera una nave espacial;
de una mañana un manantial;
de tu casa de muñecas,
de tu conejo Punchi,
de tus lápices, del pasto fresco,
de la vereda sin rejas,
del galpón, de la plaza del barrio,
de nuestros cumpleaños,
tantos cumpleaños,
todo un mundo de recuerdos
que hacen de mi vida tu fuerte abrazo.
Un castillo de ilusión crecía
cuando a mis oídos arribaban
los pasos de un viejo Citroen,
la esperanza de tu llegada a casa
en aquellos años ochenta;
hoy un grito al sol, que hoy ilumina
el verde prado de Vittorio Veneto.
Logramos burlarnos de la distancia,
haciéndola más que un sustantivo abstracto,
una palabra sin sentido.
Hiciste de tu mano,
el pilar que encontramos al caer.
Hicimos de nuestros sueños,
la esperanza de abrazos en París.
Ojos de cielo, dulce Daniela,
hoy te escribo un poema,
Para que lo leas allí,
al otro lado del mundo,
del otro lado del mar.
Aunque sin embargo,
siempre has estado tan tan cerca,
con tu voz, con tu risa,
que no existen kilómetros que me hagan dar cuenta
las horas sin vos a mi lado.
ceci
20/7/2008
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