Lo dijo inconciente, mientras despertaba, pero no pudo escucharse del todo lo que dijo. Pero bien, una niña lo escuchó desde el otro asiento. Tras unos cuantos años, la niña, que ya no era niña, escribió una carta de amor y despedida e incluyó entre las palabras escritas, lo que su memoria rescató de aquel recuerdo de palabras, que en ese entonces eran solo palabras, porque poco su edad la dejaba entender y no sé por qué razón quedaron vibrando en sus oídos, y las escribió como argumentos de magia de noche azul. Y dejó su casa, partió demasiado ligero y dejó sus cartas sin haberlas enviado. La nueva inquilina la encontró, la leyó y releyó.
Porque hay palabras, escasas palabras que engloban ideas de dulce sentir, se adhirieron al capullo de un diente de león esparcido por el cielo, luego del suspiro que produjo la revenida de las palabras, mas que palabras, aquella idea a su memoria. Y sus partes volaron, viajaron lejos y se fueron perdiendo, y solo una quedó, la que guardó el brillo del suspiro de aquellas palabras; y un día de tempestad, reposó sucia y cansada en aquella antigua ventana que un día te contaré.
Estaba allí, sentado en el sofá y fumando un cigarro, el abuelo de Marina. Vio tras su ventana, y su rostro tuvo un sentir diferente, como si le hubiesen hablado a través de los cristales. Era eso, más que seguro, las palabras que llegaron hasta allí. Los sábados por la tarde Marina pasa por allí a visitarlo, esta vez no fue la excepción. Y ella notó en sus ojos, en su hablar un mensaje claro, palabras dulces, de viejo viento.
Y como ella se dedica a la fotografía, todo el tiempo de su trabajo observa detalles, detalles que encontró en el rostro de la última foto de su abuelo, que sin querer atrajeron a esas palabras. Y las escribió. No sé el motivo, pero las escribió. Y en el asiento quedaron las fragancias de su piel y un papel que decía aquello que había viajado hasta su sentir y lo hizo visible, decía tanto.
Pero como la rutina de lo urgente, encandila el brillo de lo importante; también para aquellas personas que suelen recorrer las delicias de colocar sus pies en otra dimensión, el papel se escurrió en un desorden limitado por la crueldad de los pendientes.
En un pasillo invisible lo encontró otra persona, sospecho. Deslumbrada, después de un tiempo, lo tatuó en su hombro.
Y así, con inconciente crueldad, le cortó las alas a las palabras, que bien no son nada sin nuestro sentir, que no dicen si no quieres escuchar, que no se escuchan, si no las dejas volar.
ceci
Agosto 2008
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